sábado, 31 de agosto de 2019

Capítulo II


Cuando partimos de Aguas estancadas éramos cinco, pero a uno de ellos le obligaron a irse a comer, y nos quedamos cuatro contra el mundo. Al iniciar la marcha me sentí lleno de emoción, como inmerso en una de esas aventuras de los libros que había visto en el cine, al estilo del señor de los anillos: un grupo de jóvenes entusiastas, un mundo por explorar… una misión. El aire olía a historias antiguas, a honor y heroísmo. Cinco horas de camino me devolvieron a la realidad, fue suficiente para descubrir que nuestra historia se parecería más a un monólogo que a un poema épico. Al menos me dio para un buen título (buscad “La iliada”, los de la ESO).

Encabezaba la marcha Barbe, con paso firme y decidido, aunque la expresión de su rostro era algo siniestra; el brillo en sus ojos aparecía de forma intermitente: unas veces se iluminaba aportando la seguridad de un líder, se volvía hacia nosotros y nos daba indicaciones de lo que venía por delante, hablaba de que conseguiríamos un barco para llegar al continente, atravesaríamos tierras yermas y también praderas de abundancia, conoceríamos a reyes y cortesanas, hasta alcanzar los extraños limites de el vacío, y una vez allí, un último esfuerzo para conquistar la convergencia; pero en otras ocasiones su alma le abandonaba, la mirada se perdía en la nada, y apenas alcanzaba a balbucear una y otra vez “esto será lo más grande desde Moscow5, lo será… lo será… el vidente nos guiará.” 
Después seguía susurrando en forma de verso, decía estar invocando los arcanos, y vuelta a la seguridad y el aplomo.

Tras él, un tipo grande y fuerte, estoicamente callado, con ese aura de misterio que rodea a los hombres solitarios. Caminaba junto a nosotros, pero su mente visitaba otros lugares, habitaba otros tiempos. Siempre me pregunté a qué se debía semejante estado de ánimo, y cuando lo descubrí, deseé no haberlo conocido jamás. Pero esa es otra historia.

Justo delante de mí caminaba el más joven del grupo. Se hacía llamar MainYasuo, y era todo lo contrario al anterior: no paraba de hablar ni para coger aire. Insistía en que no nos preocupáramos, que cuando llegara el momento de la batalla él se encargaría de todo, pues su dominio de la espada era legendario y el viento siempre soplaba a su favor. Habría sido alentador contar con él, de no ser porque a cada bache del camino tropezaba con la maleza, y desde el suelo, sollozando, nos culpaba por no haberle avisado.

Al fondo estaba yo, cerrando la marcha con un par de cantimploras y un botiquín que habíamos robado antes de emprender nuestro camino. Contemplaba desolado el terreno fangoso que atravesábamos, como una metáfora de mi propia vida, sin saber hacia donde iba, pero de mierda hasta las rodillas.

Por fin llegó el momento de parar a reponer fuerzas. Entre todos conseguimos encender un fuego, no sin esfuerzo, y nos sentamos alrededor, más por intentar desprendernos de la humedad, que por calentarnos. Estábamos hambrientos, y apenas contábamos con algunas frutas que habíamos ido cogiendo por el camino, pero Barbe nos había asegurado que la comida esperaba al final del viaje, así que nadie sacó el tema; de hecho nadie dijo nada, excepto Mainyasuo, que seguía contando batallitas. Fue en ese momento cuando el tipo fornido reparó en que algo se acercaba, señaló al horizonte con el dedo, y las cosas se pusieron feas por primera vez.

Inmediatamente pensé en Blancanieves y los siete enanitos. Pronto deseché esa idea, porque la figura más alta no era Blancanieves, si no un extraño cañón, y los enanos que caminaban en fila no eran simpáticos barbuditos cantarines… más bien acólitos de algún tipo de secta, con túnicas rojas y un rostro vacío en el que tan solo podían adivinarse los ojos. No me lo podía creer, era una puta oleada de minions. Todos nos levantamos rápidamente, Barbe sacó una vieja pistola, el tipo callado una espada desgastada, y Mainyasuo se puso a bailar. Yo me situé detrás de todos, sin saber muy bien que hacer. No tenía armas, ni experiencia en combate… solo un botiquín y las frutas que habíamos ido recogiendo, así que cuando se acercaron los minions, empecé a arrojarles plátanos. Barbe estaba a mi lado, disparando con una puntería soberbia a aquellos monstruos, mientras el grandullón se colocaba al frente de todos y aguantaba la embestida casi sin inmutarse. Los derrotamos con facilidad, pero el susto hizo que la humedad me embargara de nuevo. Así de patética fue mi primera batalla, y desgraciadamente, no fue la peor.

Cuando conseguí relajarme, me uní al resto del grupo, que se ocupaba en saquear los cadáveres de aquellos seres con total normalidad, buscando Dios sabe qué. Entonces descubrí que por algún motivo esos bichos inmundos transportaban oro, y todos se llenaron los bolsillos menos yo; aquello pronto se convirtió en una costumbre. Pero en el fondo no me importaba ¿Para qué necesitaba yo el oro? Solo quería ser útil, cumplir mi misión, alcanzar la convergencia… y tal vez, desde allí, encontrar la manera de volver a casa, en donde escaseaban las aventuras, pero había pizza y un sofá.

Tras la batalla y su recompensa, proseguimos con nuestro viaje sin demasiadas incidencias. El paisaje repetitivo, sumado al cansancio, habían convertido el camino en poco más que un zumbido monótono acompañando nuestros pasos. Y de pronto, el barro cesó. Los árboles dejaron de ser lacios como un cabello grasiento, para transformarse en esbeltos troncos coronados por espléndidos ramajes, y hasta el cielo parecía más azul. Al fondo, la silueta de una casa destacaba contra el horizonte, y a todos nos invadió la calma, durante un par de segundos, o tal vez menos; lo que tardó en resonar un potente grito proveniente desde algún lugar entre la espesura:
-           - ¡CUIDAAAAAAAAAAOOOOOOOO!

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