Cuando
partimos de Aguas estancadas éramos cinco, pero a uno de ellos le obligaron a
irse a comer, y nos quedamos cuatro contra el mundo. Al iniciar la marcha me
sentí lleno de emoción, como inmerso en una de esas aventuras de los libros que
había visto en el cine, al estilo del señor de los anillos: un grupo de jóvenes
entusiastas, un mundo por explorar… una misión. El aire olía a historias antiguas,
a honor y heroísmo. Cinco horas de camino me devolvieron a la realidad, fue
suficiente para descubrir que nuestra historia se parecería más a un monólogo
que a un poema épico. Al menos me dio para un buen título (buscad “La iliada”,
los de la ESO).
Encabezaba
la marcha Barbe, con paso firme y decidido, aunque la expresión de su rostro
era algo siniestra; el brillo en sus ojos aparecía de forma intermitente: unas
veces se iluminaba aportando la seguridad de un líder, se volvía hacia nosotros
y nos daba indicaciones de lo que venía por delante, hablaba de que
conseguiríamos un barco para llegar al continente, atravesaríamos tierras
yermas y también praderas de abundancia, conoceríamos a reyes y cortesanas,
hasta alcanzar los extraños limites de el
vacío, y una vez allí, un último esfuerzo para conquistar la convergencia; pero en otras ocasiones
su alma le abandonaba, la mirada se perdía en la nada, y apenas alcanzaba a
balbucear una y otra vez “esto será lo más grande desde Moscow5, lo será… lo
será… el vidente nos guiará.”
Después seguía susurrando en forma de verso,
decía estar invocando los arcanos, y vuelta a la seguridad y el aplomo.
Tras
él, un tipo grande y fuerte, estoicamente callado, con ese aura de misterio que
rodea a los hombres solitarios. Caminaba junto a nosotros, pero su mente
visitaba otros lugares, habitaba otros tiempos. Siempre me pregunté a qué se
debía semejante estado de ánimo, y cuando lo descubrí, deseé no haberlo
conocido jamás. Pero esa es otra historia.
Justo
delante de mí caminaba el más joven del grupo. Se hacía llamar MainYasuo, y era todo lo contrario al
anterior: no paraba de hablar ni para coger aire. Insistía en que no nos
preocupáramos, que cuando llegara el momento de la batalla él se encargaría de
todo, pues su dominio de la espada era legendario y el viento siempre soplaba a
su favor. Habría sido alentador contar con él, de no ser porque a cada bache
del camino tropezaba con la maleza, y desde el suelo, sollozando, nos culpaba
por no haberle avisado.
Al
fondo estaba yo, cerrando la marcha con un par de cantimploras y un botiquín
que habíamos robado antes de emprender nuestro camino. Contemplaba desolado el
terreno fangoso que atravesábamos, como una metáfora de mi propia vida, sin
saber hacia donde iba, pero de mierda hasta las rodillas.
Por
fin llegó el momento de parar a reponer fuerzas. Entre todos conseguimos
encender un fuego, no sin esfuerzo, y nos sentamos alrededor, más por intentar
desprendernos de la humedad, que por calentarnos. Estábamos hambrientos, y
apenas contábamos con algunas frutas que habíamos ido cogiendo por el camino, pero
Barbe nos había asegurado que la comida esperaba al final del viaje, así que
nadie sacó el tema; de hecho nadie dijo nada, excepto Mainyasuo, que seguía contando batallitas. Fue en ese momento
cuando el tipo fornido reparó en que algo se acercaba, señaló al horizonte con
el dedo, y las cosas se pusieron feas por primera vez.
Inmediatamente
pensé en Blancanieves y los siete enanitos. Pronto deseché esa idea, porque la
figura más alta no era Blancanieves, si no un extraño cañón, y los enanos que
caminaban en fila no eran simpáticos barbuditos cantarines… más bien acólitos
de algún tipo de secta, con túnicas rojas y un rostro vacío en el que tan solo
podían adivinarse los ojos. No me lo podía creer, era una puta oleada de
minions. Todos nos levantamos rápidamente, Barbe sacó una vieja pistola, el
tipo callado una espada desgastada, y Mainyasuo
se puso a bailar. Yo me situé detrás de todos, sin saber muy bien que
hacer. No tenía armas, ni experiencia en combate… solo un botiquín y las frutas
que habíamos ido recogiendo, así que cuando se acercaron los minions, empecé a
arrojarles plátanos. Barbe estaba a mi lado, disparando con una puntería
soberbia a aquellos monstruos, mientras el grandullón se colocaba al frente de
todos y aguantaba la embestida casi sin inmutarse. Los derrotamos con
facilidad, pero el susto hizo que la humedad me embargara de nuevo. Así de
patética fue mi primera batalla, y desgraciadamente, no fue la peor.
Cuando
conseguí relajarme, me uní al resto del grupo, que se ocupaba en saquear los
cadáveres de aquellos seres con total normalidad, buscando Dios sabe qué.
Entonces descubrí que por algún motivo esos bichos inmundos transportaban oro,
y todos se llenaron los bolsillos menos yo; aquello pronto se convirtió en una
costumbre. Pero en el fondo no me importaba ¿Para qué necesitaba yo el oro?
Solo quería ser útil, cumplir mi misión, alcanzar la convergencia… y tal vez,
desde allí, encontrar la manera de volver a casa, en donde escaseaban las
aventuras, pero había pizza y un sofá.
Tras
la batalla y su recompensa, proseguimos con nuestro viaje sin demasiadas
incidencias. El paisaje repetitivo, sumado al cansancio, habían convertido el
camino en poco más que un zumbido monótono acompañando nuestros pasos. Y de
pronto, el barro cesó. Los árboles dejaron de ser lacios como un cabello
grasiento, para transformarse en esbeltos troncos coronados por espléndidos
ramajes, y hasta el cielo parecía más azul. Al fondo, la silueta de una casa
destacaba contra el horizonte, y a todos nos invadió la calma, durante un par
de segundos, o tal vez menos; lo que tardó en resonar un potente grito
proveniente desde algún lugar entre la espesura:
- - ¡CUIDAAAAAAAAAAOOOOOOOO!
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