sábado, 7 de septiembre de 2019

Capítulo III


-                          ¡Que me pisas las cebollas, gilipollas!
Teníamos la vista tan absorbida por el paisaje desplegado frente a nosotros, que no nos dimos cuenta de que estábamos entrando en un huertecito que hacía las veces de frontera natural entre el humedal y la pradera. Comprendí que habíamos llegado a nuestro destino, a la comida que esperaba al final del camino, tal como dijo Barbe. Le busqué para mirarlo con complicidad, satisfecho de superar la primera etapa de nuestro viaje, y sorprendido vi como se escondía detrás del gigantón de nuestro grupo, con la mirada clavada en el suelo, y las manos temblorosas.
Desde el este se acercaba hacia nosotros un tipo grande y peludo, como un oso desgreñado, empuñando de forma amenazante una azada portentosa, que estaba más cerca de parecerse al poderoso martillo de Thor que a una herramienta campestre; al menos esa impresión me dio cuando pensé que estaba en peligro. Tardé poco en reconocer los rasgos de aquel hombre, su voz, su andar tan grácil como el de un perezoso sedado…
-                          ¿Ibai? – Pregunté, confuso y emocionado, cuando por fin llegó a nuestra altura.
-                        ¿Otro? – Ibai torció el gesto, me miró de arriba a abajo, y añadió con cierto tono de desprecio – Mira chaval: nunca he estado en el estercolero en el que hayas nacido, no conozco a tu madre, y no tengo ni una triste moneda de oro. NO SOY TU PADRE. ¿Entendido? Lo máximo que sacarás de mí es un calabacín y una ostia.

Yo no supe que decir, y bajé la mirada, esperando a que alguien recondujera la situación, pero nadie hablaba, e Ibai aprovechó el silencio para echar un vistazo al resto del grupo. Se movió a nuestro alrededor, analizándonos, hasta que llegó al grandullón y reparó en que algo extraño ocurría ahí. De aquel cuerpo inmenso salían tres brazos, dos enormes y musculados, y uno pequeñajo, lleno de tatuajes. Los ojos de Ibai se inyectaron en sangre, alzó su azada y al grito de ¡Sal de ahí, hijo de la gran puta! Rodeó al grandullón buscando el resto del cuerpo de Barbe. Nuestro líder fue más rápido, y se escurrió por el otro lado, corriendo hasta situarse a lo que consideraba una distancia segura; entonces se paró y con mirada suplicante y las manos alzadas ante él como protegiéndose del viento, comenzó a farfullar:
-                          
                         Te lo puedo explicar Ibai. Tranquilo, verás… yo…

Ibai levantó la azada con una sonrisa siniestra, y en un movimiento casi imperceptible, la lanzó como respuesta a las suplicas. Llegó entonces el momento de nuestro héroe, el único capaz de salvar una situación tan desesperada; MainYasuo se deslizó entre nosotros, hasta colocarse justo delante de Barbe, alzó su espada y comenzó a invocar un muro de viento, que estaba casi completo cuando la azada se le clavó justo en la frente. Cayó intentando decir algo, pero sus labios solo conocían la sangre que manaba por el rostro.

Ese fue el primer cadáver que tuve ante mis ojos. Me resultó muy extraño contemplar tan solo un pedazo de carne sanguinolento allá donde antes hubo vida, y el mundo cayó sobre mí en ese momento con todo su peso; comprendí que la vida no es más que un préstamo, un don caduco, que podía ser arrebatado en cualquier momento. Me sentí al mismo tiempo vulnerable y transcendente, y una sensación de unión con lo más puro comenzó a surgir en mi pecho, llenándolo de algo indescriptible, una fuerza desconocida e imprevisible, que subió por mi garganta, abriéndose paso hasta los labios, y surgiendo de mi en forma de sonora carcajada. Todos se quedaron mirándome, extrañados, como si no supieran muy bien qué hacer, pero pronto se unieron, y los cuatro terminamos componiendo una sinfonía de risas incomprensibles sobre el cuerpo sin vida de MainYasuo, hasta que unos minutos después, con lágrimas en los ojos y el aliento entrecortado, Barbe sentenció a modo de epitafio: Menudo gilipollas. Todos asentimos, contuvimos las ganas de seguir riendo, miramos por última vez al pobre desgraciado, y comenzamos a caminar hacia los surcos de tierra sin sembrar que nos permitirían seguir avanzando.

Ibai se quedó un poco atrás, saqueando el cadáver, y cuando hubo terminado alzo la cabeza satisfecho y, dirigiéndose a Barbe, habló en tono cordial.

-                        Ahora estamos en paz – dijo, guardando las últimas monedas en una vieja bolsa de cuero curtido -. Con esta primera sangre saldamos nuestra deuda. Pero dime, calvo de los cojones, ¿por qué habéis venido a mi territorio, al lugar de las tierras cambiantes, a la orilla de la gran ría?

Barbe le explicó que estaba harto de luchar en La Grieta, y que su objetivo era hallar el legendario lugar conocido como La Convergencia, para lo cual necesitábamos salir de aquella isla utilizando su barco. Se dirigió a él como el vidente, el gran ilusionista, y con cierta reverencia, dijo que aceptaba el precio que quisiera imponernos, siempre y cuando fuera justo. Ibai sopesó la información durante un momento, hasta que se le iluminaron los ojos, y sin parar de reír, respondió:
-                   
                 Ya sé cuál será el precio. Sabes qué es lo que más me gusta en esta vida, y estos malditos parajes desolados me impiden disfrutar de mi vocación. Preparaos, aquí comienza el reto de verdad, ofrecedme un buen espectáculo y mi barco será vuestro.

Sin tiempo para las dudas, Ibai desapareció ante nuestros ojos, y la arena labrada comenzó a pixelarse bajo mis pies, como si fuera el puto Minecraft; en cuestión de segundos el terreno había sido modificado por completo, dejándonos inmersos en una especie de laberinto de hierba, caminos, y paredes de piedra. Al fondo, el rumor de un río ocultaba un rugido intimidatorio, mientras de la nada pude observar como surgía un cangrejo horrible en su mismísimo centro. Estábamos en la jungla, y debíamos actuar.




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